Boston Sunday Globe – February 11, 2001

Por Kristine Dailey (Corresponsal)

Operador: Altue Sea Kayaking (www.seakayakchile.com)

Mucha gente preguntaba por qué pasé mis vacaciones haciendo kayak de mar en los fiordos Andinos y el archipiélago de Chiloé en el sur de Chile. Para ser honesta fue una de esas decisiones rápidas (algunos dirán apresurada) basadas en una hora de investigación por Internet, una breve lectura en la guía Lonely Planet y algunos faxes y llamados a Santiago de Chile. En pocos días de vacilación me inscribí con Altue

Expediciones, un operador de esa zona con base en Santiago, para 9 días de kayak de mar en la Patagonia chilena. Apresuradamente hecha o no, fue una gran decisión.

Un día y medio después de llegar a Puerto Montt me reuní temprano con los ocho extraños con quienes iba a pasar los próximos 9 días. Eramos tres americanos, dos chilenos, una pareja de Suiza y dos personas de Inglaterra. Estaba feliz de descubrir, que como yo, algunos de mis compañeros de viaje eran kayakistas novatos. Nuestro guía, Francisco Valle con 20 años de experiencia en viajes de aventura, rápidamente nos embarcó con nuestro equipaje en un vehículo que nos esperaba.

Viajamos con rumbo sur por la Carretera Austral, el famoso camino que construyó Pinochet y que atraviesa gran parte de la Patagonia chilena.

El viaje fue impresionante con el camino angosto flanqueado por los macizos Andinos y el ubicuo mar Pacífico. Pasamos directamente al oeste del parque nacional Alerce Andino, creado en 1982 para proteger los escasos bosques de Alerces, una conífera siempre verde similar en apariencia y longevidad al Sequoia. Yo estaba constantemente girando mi cabeza, maravillándome de estos Alerces y helechos gigantes y respingándome mientras miraba hacia abajo a los farallones con el mar golpeando en las rocas. Al fin llegamos al pequeño pueblo costero de

Hornopirén dónde nos esperaba nuestro barco de apoyo María Inés III, su tripulación y un rico almuerzo. Más tarde nos subimos a los kayaks para instrucción y práctica.

En el día 3 estábamos remando en Cahuelmó, el segundo de los tres fiordos que conocimos. Sentada en el kayak, uno se siente muy pequeño en estos fiordos. Hay pocas playas en estas vías de agua y las montañas se precipitan directamente al mar. Estas están cubiertas de bosques, llenas de venerables árboles como el Coigüe, Canelo, Tineo y el gran Alerce. Estos bosques son virtualmente impenetrables. El área es mágica, primigenia y deshabitada. Gran parte de los terrenos en el fiordo de Cahuelmó pertenecen al americano Douglas Tompkins, fundador de la compañía de equipos de montaña North Face. El compró esta tierra hace algunos años para preservar su belleza prístina. Hasta ahora ha tenido éxito.

El día terminó como muchos otros, con un largo baño en una terma natural. La hirviente agua, rica en minerales de las termas de Cahuelmó fluye a través de la roca volcánica dónde los antiguos nativos tallaron tinas individuales cientos de años atrás. Fue gratificante, luciendo bikinis y tapa rabos, conversando y riendo en medio del vapor.

Estuvimos seis días en estos fiordos majestuosos, haciendo kayak y caminatas alrededor de estos antiguos bosques, disfrutando de termas naturales y remando con lobos de mar y delfines. Al sexto día navegamos en nuestro barco hacia el oeste, alejándonos del continente y de las cumbres nevadas de los Andes, cruzando el Golfo de Ancud a la provincia de Chiloé, un archipiélago que muchos consideran el más grande repositorio chileno de folklore y cultura tradicional. Llegamos a las primeras islas con luz suficiente para armar nuestro campamento y reunirnos alrededor del fuego bajo la cruz del sur. Al amanecer pudimos darnos cuenta que estábamos en otro mundo. Aquí el poder y la severidad de los fiordos da lugar a un invitante paisaje ondulado con playas pedregosas y penínsulas arenosas. Para alguien de Nueva

Inglaterra este paisajes es extrañamente familiar.

Navegamos con nuestros kayaks a través del archipiélago calmadamente con dirección oeste. En el camino el sonido del viento y las olas a menudo se interrumpía con los gritos de los pájaros ( hay 110 especies en el área) y ocasionalmente con el ladrido de algún lobo de mar. Nos detuvimos brevemente para visitar una de las 150 iglesias de madera que se encuentran en esta región. Las iglesias, que son emblemáticas en Chiloé, han sido esmeradamente construidas a mano en los últimos 200 años.

Mientras navegábamos con nuestra pequeña flota de kayaks a través de los angostos canales de las Islas Chauques, me sorprendía lo familiar que me parecían estos lugares lejanos. Como la Costa de Maine 100 años atrás, pensaba, o el sur de Irlanda. De verdad, los verdes y ondulados cerros fundiéndose con farallones rocosos y playas pedregosas, me despertaba un confortable sentido de familiaridad que no esperaba encontrar en la Patagonia chilena.

Nuestro último día de kayak nos llevó al pintoresco pueblo de Mechuque. Remamos hacia su protegido puerto para encontrar una hilera de casas
de madera llamadas palafitos, construidas con pilotes sobre el agua, así los botes pueden estacionarse debajo. Este tipo de construcción se encuentra en todo el archipiélago de Chiloé. Aquí y en las otras islas, las casas son construidas con tejuelas de madera pintadas con brillantes colores, dándole un parecido a los pueblos del norte de Europa.

En la Isla de Mechuque, nuestros guías chilenos fueron recibidos por los amables chilotes con abrazos y botellas de pisco, una fuerte bebida alcohólica destilada de uvas producidas en los soleados valles del norte de Chile. El pisco es tan preferido en el país como el famoso vino chileno, algunos dicen que el pisco sour rivaliza con el margarita mexicano.

Cansados ya de los rigores del viaje, estábamos felices cuando nos mostraron las habitaciones con agua caliente en el hospedaje familiar local. Nos duchamos y descansamos para prepararnos para la cena y gran fiesta de despedida en esta última noche juntos. Hasta ahora nos habían familiarizado con la amplia gama de “delicatessen” que brindan estas agua del Pacífico. A través del viaje habíamos probado salmón, merluza, congrio, locos y choritos, todos frescos sacados del mar. Pero incluso después de 8 días disfrutando estas bondades nos deleitamos con el plato típico de Chiloé, el curanto. Este es una sabrosa combinación de pescado, almejas, choritos, pollo, cerdo ahumado, cordero y papas dispuestas en distintas capas y todo cocinado en un hoyo en la tierra sobre piedras calientes y sellado con hojas gigantescas de nalcas. Normalmente servido con una ensalada fresca, jugo de limón y abundante vino, el curanto es simplemente maravilloso.

Terminamos esta última noche, riéndonos, cantando y bailando con los chilotes y nuestra tripulación. Fue un viaje fantástico, lleno de impresionantes paisajes y rico en cultura, el tipo de viaje que no se puede planificar.

Para mas información visite : Parque Pumalin